martes, 1 de febrero de 2011

30/enero/11

A Daniela, y a sus pies mojados.

Hablando con las plumas que habían caído
de una que otra cara, de una que otra cena,
te descubrí.
Eras el suéter negro y el paso en danza.
Horas antes el pilar sonriente del teatro
que se abalanza callado, y que permanece.
Fuiste esos momentos como un cráter dulcísimo
y recién descubierto que incita a vivir
­varias veces.
También eras palabras y risas y parpadeos
lentos, como esa ola que tardó en alcanzarnos
y de la que me advertiste
para que no se mojaran mis zapatos.
Eras la noche plagada de estrellas
-te conté un par de lunares, lo siento-,
la noche que no es como otra noche
sino como ella misma.
Eras el jugo que bebías, la silla en calma,
la pequeña sombra debajo de ti en la cama.
Eras el pequeño incendio de tus ojos
que era invierno cuando estábamos en el Heredia
y no me protegí del frío.
Eras algo más que tu mano
y algo más que mi cuerpo que abrazabas.
Eras la brisa nocturnal de Cartagena
en mis labios callados,
la arena en la que se escriben las cosas,
la misma en que se camina:
«yo sé una manera de quitarse el frío».
Eres la excusa que ofrece el frío.
Quizá también tu mano esporádica -eras-,
que se traducía en toques a mis hombros,
o en empujones suaves como el uno por ciento
de un vendaval.
Eres el lugar que no vi de Cartagena,
la calle incógnita, la nube púrpura del crepúsculo,
el vuelo del ave en el crepúsculo,
tu rostro de la aurora, tu boca de alborada
y tus pies que lame el mar
y la ola de tu advertencia.
Pero eres, máximamente eres, estas alas
con las que voy a volar una hora para verte
tan pronto crezcan.

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