lunes, 11 de abril de 2011

Culpo a tu espalda

Porque somos escritores podemos acostarnos
con veinte personas en una metáfora,
caminar sin pisar las líneas en la calle
—como acostumbra el buen César—,
leer tinta invisible mientras así se conserva
y las lenguas mantienen,
decir un te quiero agazapado entre el calor
—matorrales atmosféricos: así hacía Sabines—,
parodiarnos unos a otros, hablar de César y de Sabines;
librar una batalla campal con los postres Napoleón, a ver
quién conquista a quién;
ser arrojados al mundo, desnudos; vencer a quinientas
espadas andantes y escudos volátiles
armados de un lápiz o, en su defecto, uñas largas
y hacer que sangren tinta bohemia
o de la que tengan;
porque somos escritores podemos pensarnos
un número de veces exacto, pero, ¿quién cuenta?
Tocamos puntos arcoirisescos y, ay, la colisión;
escribimos cosas sobre llorar pero nada se parece a Cortázar,
hacemos ciencia al chocar las manos y, oh, maravilla onomatopéyica;
cosechamos una flor con nuestro nombre en el lecho de Bomarzo
—o no, ¿Sofía?—,
rozamos accidentalmente las espaldas tibias,
reímos piramidal, apoderamos corazonario, blanqueamos hambre,
sabemos que si entran dos mujeres en un hotel —miramos el reloj—
falta un cuarto para las dos.

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